EL TRÁNSITO MÍSTICO DE LOS OCHENTA
Hubo quien sugirió que imitaba el tránsito de una calle, con sus adoquines, su gris oscuro de asfalto, su panel publicitario al fondo, una calle ridleyscottiana de una ciudad futurista de mitad de los ochenta, habitada por ciudadanos de la república del ritmo y de los nuevos aires que venían allende las montañas, dentro del cascarón de un barrio medieval.
A mí la palabra me provocaba místicas elucubraciones.
Recuerdo imágenes: la Virgen María con rostro de Marilín en tránsito ascendente envuelta en una nube de mantos en remolino sosteniendo con ambas manos un miembro viril en erección, Cabañuz explorando con pinceles el misterio de la entropía en el cosmos azul, JAEN celebrando misas del sexo en el altar del dibujo y la plumilla, Sansebastianes transidos de sufrimiento místico en la imaginación de Romera, derviches giróvagos en ascensión y extasis ácido y electrónico, epifanías minimalistas de ingenuos músicos visionarios...
Todo quedó en negro sobre blanco, como por ensalmo, primero a ciclostil y luego en papel de periódico: el viejo papel de la vieja nueva españa.
Un afán de trascender, de trasladar, de transportar, de pasar al otro lado invadía los ánimos de algunos hijos del baby boom que en torno a la puerta de luz azul nos acercábamos. Porque pasar esa doble puerta (una de las primeras de acuerdo a la normativa municipal) era pasar al otro lado del espejo, participar de la trasgresión, acceder a una nueva vía condenada por los sanedrines oscenses preconciliares.
Para los munícipes todo se reducía a pura pornografía, pero pornografía de culto, herejías condenables para la lectura de un ciudadano temeroso de las ordenanzas, pero valiosos secretos para ciertas élites.
A muchos nos proporcionó el cosquilleo de ver por primera vez nuestras palabras en letras de molde, de poder, al fin, participar de algo, sin militar en nada, de vislumbrar la libertad de creación, de librarnos de las etiquetas (a pesar de los sambenitos de las plañideras e inquisidores de barrio). Muchos comenzamos a transitar por las vías de la creación llenos de aire fresco pensando que allí comenzaba el camino. El final de la década y los morados noventa nos mostraron que la contemplación y el éxtasis murieron al nacer, como un fuego fatuo.
José Ignacio Callén. Miembro de Círculo de Viena
A mí la palabra me provocaba místicas elucubraciones.
Recuerdo imágenes: la Virgen María con rostro de Marilín en tránsito ascendente envuelta en una nube de mantos en remolino sosteniendo con ambas manos un miembro viril en erección, Cabañuz explorando con pinceles el misterio de la entropía en el cosmos azul, JAEN celebrando misas del sexo en el altar del dibujo y la plumilla, Sansebastianes transidos de sufrimiento místico en la imaginación de Romera, derviches giróvagos en ascensión y extasis ácido y electrónico, epifanías minimalistas de ingenuos músicos visionarios...
Todo quedó en negro sobre blanco, como por ensalmo, primero a ciclostil y luego en papel de periódico: el viejo papel de la vieja nueva españa.
Un afán de trascender, de trasladar, de transportar, de pasar al otro lado invadía los ánimos de algunos hijos del baby boom que en torno a la puerta de luz azul nos acercábamos. Porque pasar esa doble puerta (una de las primeras de acuerdo a la normativa municipal) era pasar al otro lado del espejo, participar de la trasgresión, acceder a una nueva vía condenada por los sanedrines oscenses preconciliares.
Para los munícipes todo se reducía a pura pornografía, pero pornografía de culto, herejías condenables para la lectura de un ciudadano temeroso de las ordenanzas, pero valiosos secretos para ciertas élites.
A muchos nos proporcionó el cosquilleo de ver por primera vez nuestras palabras en letras de molde, de poder, al fin, participar de algo, sin militar en nada, de vislumbrar la libertad de creación, de librarnos de las etiquetas (a pesar de los sambenitos de las plañideras e inquisidores de barrio). Muchos comenzamos a transitar por las vías de la creación llenos de aire fresco pensando que allí comenzaba el camino. El final de la década y los morados noventa nos mostraron que la contemplación y el éxtasis murieron al nacer, como un fuego fatuo.
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